Trabajadoras somos todas: situación laboral de las mujeres en Chile

Por Isadora Castillo Chaud, feminista e integrante de la Coordinación Nacional de la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres.

La vida no sería posible sin las labores domésticas y de cuidados que a diario se realizan dentro de los hogares y que, mayormente, recaen sobre las mujeres. A pesar de su importancia para la subsistencia, la economía capitalista imperante no valora este trabajo a través de un salario ni mucho menos lo considera parte del entramado productivo, sino que, por el contrario, invisibiliza su aporte a la reproducción social para ocultar que la explotación laboral de las mujeres se encuentra a la base del modelo, en tanto este trabajo es ejercido de manera gratuita, siendo también una de las diversas manifestaciones que forman parte del continuo de violencia que experimentamos a lo largo de nuestras vidas.

En un estudio realizado por ComunidadMujer, se estimó que el trabajo doméstico y de cuidados no remunerado se valoraría en 44 billones de pesos al año, siendo en un 67% contribuido por mujeres. El cálculo se efectuó a partir de los datos disponibles en la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT) de 2015, considerando a mujeres y hombres mayores de 15 años, asignándole valores a las distintas tareas a partir de un cruce con la Encuesta de Caracterización Socioeconómica (CASEN). Para dimensionar la relevancia del trabajo que subsidiamos las mujeres, si se sumara esta cifra al PIB de Chile correspondiente a ese año, este crecería en un 28% y, si lo comparamos con los aportes de otros sectores económicos, como por ejemplo minería (6,7%) e industria (9,7%), este equivaldría a un 21,8% del PIB total, siendo la actividad económica más importante. 

A partir de la alianza entre patriarcado y capital es que históricamente se han distribuido los roles que hombres y mujeres ejercen dentro de nuestra sociedad: los primeros, como proveedores del hogar y partícipes activos de la vida pública, mientras que a nosotras se nos ha relegado al hogar, siendo las encargadas de mantener y cuidar este espacio; estructurando así el modelo de familia tradicional. No obstante, en las últimas décadas, esta división sexual del trabajo se ha ido transformando en la medida que las mujeres han ingresado al mercado laboral, debiendo asumir jornadas extenuantes de trabajo para participar de la esfera asalariada a la vez que continúan haciéndose cargo de las labores de reproducción.

En Chile, durante los últimos 10 años se han creado 1.079.208 empleos para mujeres, sin embargo, esto no ha significado una mejoría en nuestras condiciones de vida. Según el estudio “No es amor, es trabajo no pagado” realizado por Fundación Sol, un 60% de estos empleos poseen altas probabilidades de ser precarios: un 30,3% corresponde a trabajos asalariados externalizados y un 29,7% son independientes, siendo la mayoría de baja calificación y a tiempo parcial. Esto en parte responde a la necesidad de buscar empleos con horarios flexibles que sean compatibles con el trabajo reproductivo, tendiendo a la informalidad e inestabilidad laboral. 

A ello se suma que las mujeres percibimos menores salarios que los hombres: de acuerdo con los datos que Fundación Sol recoge de la Encuesta Suplementaria de Ingresos (ESI), el 75% de las trabajadoras asalariadas son remuneradas con menos de $550.000 pesos líquidos mensuales, mientras que el 50% recibe $343.234 o menos. La diferencia salarial persiste incluso cuando se comparan puestos de trabajo equivalentes en términos de años de formación, experiencia, tipo de actividad, tamaño de empresa u otros factores, estableciendo que existe una brecha salarial del 14%, cuya única explicación es la diferencia de género.

Independiente de si participan o no en el mercado laboral, en base a los datos levantados por la ENUT 2015, la misma investigación indica que, en promedio, las mujeres dedican 41,2 horas semanales al trabajo doméstico y de cuidados no remunerados, siendo aquellas de quintiles más bajos quienes presentan una mayor carga laboral. Comparativamente, los hombres trabajan 19,2 horas semanales, sin vislumbrarse grandes variaciones según su nivel socioeconómico.

En un estudio posterior también realizado por Fundación Sol, se evalúa la calidad de vida de las mujeres en relación al tiempo que dedican a sus jornadas laborales remuneradas y no remuneradas —denominada Carga Global de Trabajo—, fijando una Línea de Pobreza del Tiempo en 67,5 horas a la semana, es decir, si se trabajan más horas significa que estamos ante una persona pobre de tiempo. Este indicador se elabora considerando que una persona por lo menos necesita 8 horas diarias de sueño, 1 hora para higiene y cuidado personal, 2 horas de transporte y 9,5 horas de ocio semanales, siendo estos estándares básicos para el autocuidado. 

Entonces, a partir de esta herramienta de medición y en relación a la información disponible en la ENUT 2015, se establece que en el caso de mujeres que participan del mercado asalariado, un 53% se encuentra bajo la Línea de Pobreza del Tiempo, si se suman las horas que dedican a su Carga Global de Trabajo. Esto significa que a más de la mitad de las mujeres que poseen un trabajo asalariado no les queda tiempo para cuidar de ellas mismas. Por su parte, las mujeres que en términos estadísticos son consideradas “inactivas” por encontrarse desempleadas y no buscando un empleo asalariado, se indica que un 20% está por debajo de la Línea de la Pobreza del Tiempo, de manera que tal inactividad no es efectiva, en tanto dedican el equivalente a una jornada legal o incluso más tiempo a labores domésticas y de cuidados en sus hogares, a la luz de los distintos datos entregados.

Pandemia: crisis social y organización territorial como alternativa

Durante el último año en que la vida cotidiana se ha visto confinada al espacio doméstico, cuando las organizaciones feministas nos referimos a que se ha agudizado la violencia contra mujeres, consideramos el aumento de la carga laboral doméstica y de cuidados como uno de los factores que ha degradado la calidad de vida de las mujeres a lo largo de este periodo, así como también la precariedad del empleo asalariado y la imposibilidad de salir para obtener el sustento para sus familias, considerando que las mujeres son quienes mayormente se desempeñan en empleos informales. 

Si bien el confinamiento ha significado mayores tasas de desempleo tanto para mujeres como para hombres, las actividades mercantiles que por lo general poseen una mayor ocupación femenina son las que más se han visto afectadas por la pandemia, según un análisis realizado por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) sobre la empleabilidad. No debemos olvidar que la división sexual del trabajo se perpetúa en el ámbito del mercado asalariado, asociando ciertas ocupaciones hombres y mujeres, siendo estas últimas quienes mayormente se emplean en áreas de servicio y ventas, alojamientos y trabajo doméstico remunerado, es decir, trabajadoras de casa particular.

Por otra parte, si consideramos que habitar el hogar constantemente ya significa un aumento en la cantidad de tareas domésticas que hay que atender, la situación empeora cuando se trata de mujeres que se encargan de cuidar a otras personas. Por un lado, el cierre de establecimientos educaciones y salas cunas, ha implicado dedicar más horas de trabajo a niños, niñas y adolescentes para asegurar su bienestar y acompañar sus procesos pedagógicos; y por otro, la crisis sanitaria requiere que se brinde mayor atención a personas vulnerables ante el covid-19, como es el caso de adultxs mayores, enfermos y enfermas crónicas.

A pesar de la paulatina reorganización de la sociedad para mantenerse en funcionamiento bajo las condiciones actuales, ni las relaciones ni la distribución del trabajo no remunerado se ha modificado dentro de las casas. Según un reportaje de la Revista Ya de El Mercurio en que se presentan los resultados del estudio “Radiografía al hombre cero”, realizado por el Centro UC de Encuestas y Estudios Longitudinales en conjunto con ONU Mujeres y el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, un 38% de los hombres dedicó 0 horas semanales a realizar tareas domésticas, el 71% dedicó 0 horas al acompañamiento de sus hijos e hijas en tareas escolares y un 57% dedicó 0 horas al cuidado de niñas y niños.

Si contrastamos estos resultados con el reporte publicado por el Monitoreo Nacional de Síntomas y Prácticas COVID-19 en Chile (MOVID-19) en noviembre del 2020, en base a las respuestas de los y las participantes que indicaron estar al cuidado de otras personas, se reafirma que las mujeres son quienes han asumido mayormente los costos del confinamiento: un 22,24% de las mujeres encuestadas afirman que durante la pandemia su carga de trabajo aumentó en más de 8 horas al día versus un 12,48% de los hombres se encuentra en la misma situación; en contraste, un 37,28% de los hombres refieren que su carga de cuidados no ha variado, en comparación a un 26,17% de las mujeres. 

Ante la precarización de la vida y profundización de las desigualdades sociales —que ya se venían develando desde la revuelta social a finales de 2019— el Estado no ha logrado establecer políticas públicas efectivas que contengan los efectos de la pandemia, entre ellos la agudización de la violencia contra mujeres en sus diversas manifestaciones. 

En este escenario, a partir de articulaciones ya existentes o creando nuevas iniciativas, han surgido respuestas colectivas desde los distintos territorios: frente a la dificultad de conseguir el sustento para sus familias, la autogestión y colaboración entre mujeres ha logrado levantar redes de abastecimiento y economía popular, se ha enfrentado el hambre a través de ollas comunes o se acompañan psico-emocionalmente creando círculos de mujeres, por mencionar algunas. La organización, solidaridad y autogestión territorial surgen como una alternativas concreta para hacer frente a los efectos de la pandemia, pero también prefiguran nuevos relacionamientos y formas de gestionar la vida, demostrando que otros modos de existencia son posibles.

Bibliografía