Lorena Astudillo
Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres

Seminario Internacional de Memoria y Derechos Humanos “Crímenes de lesa humanidad y terrorismo de Estado” organizado por Villa Grimaldi
1 y 2 de septiembre, 2017

Cuando me invitaron a exponer a este seminario, y pensé en el tema a tratar, más que ideas concretas, comenzaron a surgir muchas preguntas, tales como: ¿Es el movimiento de mujeres hoy en día visto como un movimiento social?, ¿Se entenderán como crímenes de lesa humanidad la matanza de mujeres que estamos viviendo?, ¿Podemos las mujeres pensar en una institucionalidad como “las garantías de no repetición” en relación a las múltiples formas en que se manifiesta la violencia machista en nuestra contra?

Es imposible reconocerse como sujetas plenas de derechos, cuando para alcanzar estos tenemos que cumplir con los valores que nos asignan quienes tienen el poder para definir nuestros derechos, definición que viene dada por patrones socioculturales que se sustentan en relaciones de poder desiguales.

En 1993, en la Conferencia mundial de Derechos Humanos de Viena los movimientos de mujeres de todo el mundo denunciaron la violencia contra las mujeres. Demostraron que la violencia en nuestra contra se produce por el solo hecho de ser mujeres, y que daña nuestras vidas al punto de poder llevarnos incluso a la muerte. Es ejercida en cualquier lugar, puede ser física o simbólica, su finalidad es causarnos daño o sufrimiento y nos afecta en todas las edades, independiente de nuestra raza, orientación sexual, nacionalidad, nivel educacional, situación económica, etc.

En 1993 por primera vez se habla de las mujeres como sujetas de derechos y se afirma: “Los derechos de las mujeres son derechos humanos”, “la violación a los derechos de las mujeres, es una violación a los derechos humanos”. Esta lucha continuó hasta lograr en 1998 la adopción del Estatuto de Roma, que crea la Corte Penal Internacional y se logra criminalizar a nivel internacional la violencia en contra de las mujeres.

En términos concretos, todas las personas podemos ser víctimas de distintos tipos de violencia y le corresponde al estado crear los mecanismos adecuados para protegernos, por ende cuando las mujeres vivimos agresiones físicas, psicológicas, cuando somos violentadas sexualmente, cuando la violencia se manifiesta de manera económica, simbólica, institucional, estamos también frente a una violencia estatal, que al no generar los mecanismos de protección necesarios, lo que hacen es validar dichas expresiones de violencia como una manifestación propia de nuestra cultura, transformándose en cómplices y perpetuadores de la misma.

La violencia en contra de las mujeres es necesario nombrarla en sus múltiples manifestaciones, desde la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres, hemos sentido la necesidad de ir identificándola y desmenuzando, esto porque estamos frente a un problema que impregna todo el tejido social, impregna la forma en que nos relacionamos, como construimos nuestra sociedad en todos sus niveles.

Nieves Rico señala: “La violencia contra las mujeres se encuentra anclada en las construcciones de poder que ordenan las relaciones sociales entre mujeres y hombres, las que asociadas a las diferencias biológicas entre los sexos, naturalizan roles y funciones, posiciones y jerarquías sociales asignados según la condición genérica. Se trata de un tipo particular de violencia, que arraigada profundamente en la cultura, opera como mecanismo social clave para perpetuar la inferiorización y subordinación de las mujeres, en tanto el ejercicio de poder se considera patrimonio genérico de los varones” .

En la Cumbre Mundial de Viena de 1993, se comienzan a dar las primeras luces sobre la idea de que la violencia en contra de las mujeres es un continuo. Es continua porque está presente en todas las etapas de nuestra vida, se despliega en los diversos espacios en que nos desenvolvemos y tiene origen y desarrollo histórico. Está presente en forma continua en nuestras vidas porque tanto niñas como mujeres adultas y ancianas, experimentamos diferentes formas de violencia. Se manifiesta y se despliega de múltiples formas: en una escalada gradual que va desde descalificaciones cotidianas, acoso callejero, abuso sexual a las niñas, agresiones sexuales en las calles, en las escuelas, en el trabajo, prohibición del aborto, maltrato en los servicios públicos de salud y justicia, en la publicidad sexista, en salarios más bajos en los mismos puestos de trabajo que los hombres, en la feminización de la pobreza, en la utilización de las mujeres como “botín” en las guerras, entre otras.

Con esta reafirmación de su poder los varones infunden temor a las mujeres, controlan su conducta, se apropian de su trabajo, explotan su sexualidad y les niegan el acceso al mundo público.

La violencia contra las mujeres puede incluso constituir una forma de tortura, según explica Rhonda Copelon, señalando que comparten los elementos constitutivos de la misma: dolor y sufrimiento físico o mental severos; infringidos en forma intencional; para propósitos específicos como castigar, intimidar a la víctima u otro motivo basado en la discriminación de cualquier tipo; con alguna forma de participación oficial ya sea activa o pasiva .

Cuando los estados firman y ratifican tratados internacionales, en el caso específico de Derechos Humanos de las Mujeres, están adquiriendo un compromiso y una obligación, mediante la cual declaran su total disposición a generar cambios en sus estructuras para cumplir dichos tratados, adecuando sus legislaciones, implementando procesos educativos que provoquen los cambios culturales necesarios para cambiar la conducta social y resguardar los derechos reconocidos, instalando políticas públicas, instituciones, etc., a las que se les mandate prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, el Estado Chileno hace más de 20 años que adquirió dicha obligación y aún no nos cumple, sigue en deuda con todas las mujeres.

Y mientras los actores políticos, sociales, empresariales, siguen usando un discurso mujerista para su conveniencia, completamente vacío de reconocimiento pleno a nuestra condición de seres humanas, se siguen ejecutando actos atroces en nuestra contra.

De esta manera, la violación, el incesto, el abuso físico y emocional, el acoso sexual, el uso de las mujeres en la pornografía, la explotación sexual, la esterilización o la maternidad forzada, la negligencia contra las niñas, la violencia intrafamiliar, la violencia sexual en contextos de guerra, la mutilación genital, y la impunidad de estos actos, son todas expresiones distintas de la opresión de las mujeres y no fenómenos inconexos. Se trata en palabras de Liz Kelly (1988) de un “continuum” de violencia contra las mujeres, que obliga a los Estados a intervenir en todos los ámbitos para cumplir a cabalidad su mandato y algo a lo que el Estado Chileno se niega a hacer.

Una de las verdades más potentes develadas hace ya décadas por el feminismo fue que “lo personal es político”, porque con ella se derribó el muro que se había levantado entre el mundo privado y el público. A partir de entonces han quedado al descubierto problemas ocultos en las relaciones de pareja, en la casa, en la familia.

Pero ante la fuerza de esta revelación, el feminismo también se encontró con la reacción machista en su contra: los asuntos que las mujeres empezaron a tratar como problemas públicos, se convirtieron en “problemas de las mujeres”, asuntos públicos pero de orden inferior y que no influyen en la solución de otros problemas sociales. Así, sin abandonar el privilegio de los compartimentos estancos, los hombres se quedaron en la “neutralidad” de su lugar de siempre.

Bajo esta neutralidad, en medio del silencio y la indiferencia cómplice de una sociedad que se estructura en cimientos machistas que promueven el desprecio a la vida de las mujeres, ¿Tenemos garantía de no repetición?, si dicho concepto apunta a los crímenes más atroces y la necesidad mundial de prometernos entre todos que no volverán a ocurrir, ¿Por qué la violencia en contra de las mujeres sigue siendo mirada de una forma tibia y no se dimensiona realmente el genocidio al que estamos asistiendo hoy?, ¿Por qué el mundo entero no se vuelca a buscar la forma de prometernos que estos actos no se volverán a repetir?

Durante esta semana en Chile, seis hombres han cometido el mayor acto de violencia que se puede cometer en contra de una mujer, seis hombres han asesinado a seis mujeres. Durante este año, han sido 48 los hombres que han decidido que 48 mujeres deben dejar de vivir y las han matado.

La violencia en contra de las mujeres es un problema que nos debe importar a todas y todos y, por ende, de forma conjunta hacernos cargo. Lamentablemente la respuesta hoy es que no existen garantías de no repetición en la violencia hacia las mujeres, lamentablemente la certeza es que nos van a seguir acosando, mutilando, violando, matando. Sin embargo, ya basta de ser un problema “de nosotras las mujeres”, esto se tiene que convertir en un problema que la sociedad completa se vuelque a solucionar. No será el movimiento feminista el que deba cargar con la mochila de la responsabilidad para erradicarla, cada persona debe salir de esa neutralidad, cada una de nosotras y nosotros -que a diario cometemos actos de violencia hacia las mujeres, por muy sutiles que parezcan- debemos ir buscando las respuestas y las acciones concretas para transformar esta modalidad social de poner lo femenino como subordinado a lo masculino. Todas y todos debemos hacernos cargo de terminar con esta pandemia llamada violencia hacia las mujeres.

Las y los invito a dejar la neutralidad, que la rabia y la indignación manifestada en discursos cada vez que nos enteramos de un episodio de violencia en contra de una mujer, se transforme en movilización y acción y que entre todas las personas podamos asegurarle a más de la mitad de la población, garantías de no repetición.