Por Camila Rojas

Mientras escribo estas líneas veo el diario local donde se destaca el siguiente titular “Salvaje ataque contra mujer: hombre habría cortado el cuello de su pareja con un gollete de botella”. Cuando lo leo no puedo no recordar a Gabriela Campusano de 24 años, quien a poco más de dos meses de haber sobrevivido a un apuñalamiento en el cuello por parte de su pareja -José Salamanca quien se suicidara en lo inmediato- puso fin a su vida en la misma casa donde había sido atacada. Como muchas otras el único escape a la violencia fue quitarse la vida. Su caso como el de tantas ni siquiera será parte de las cifras sobre violencia perpretada contra las mujeres.

La violencia hacia las mujeres no es una excepción, es continua a lo largo de nuestras vidas. Vivimos la desigualdad salarial y previsional. Sabemos de extenuantes jornadas laborales que incluyen el trabajo fuera y dentro del hogar – que se nos achaca como responsabilidad natural. Y en lo cotidiano sabemos de acosos, violaciones y asesinatos. El femicidio, es la cúspide de las violencias que nos afectan, y refleja en plenitud, el sentido de propiedad y sometimiento que vivimos, reflejando el desprecio por la vida de las mujeres y niñas que caracteriza a nuestra sociedad, donde si bien estas situaciones ocurren a diario son invisibilizadas y naturalizadas. Ni nuestros hogares, ni la calle, ni las instituciones educativas son hoy lugares seguros donde refugiarnos. La violencia opera y estalla en la cotidianidad y los agresores pueden convivir en el hogar, la familia, entre nuestros compañeros de estudio, de trabajo o amigos. Todo esto opera bajo un manto de instituciones y medios de comunicación, entre ellos estatales, que permiten la evasión y legitimación de la violencia, creando un marco favorable para su ejercicio.

Los femicidios han ido en aumento. En 2017 la Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres registró 66 femicidios consumados. Dicha “cifra” fue desestimada por la Ministra Pascual quien reconoce estabilidad en los femicidios ocurridos en los últimos años, fundado ello en el registro de 42 femicidios consumados que se reconoce desde la cartera. La diferencia en el diagnóstico se fundamenta en cómo se tipifica el femicidio en Chile “parricidio cometido por quien es o ha sido su cónyuge o conviviente”, lo que deja fuera asesinatos de parejas no convivientes; aquéllos cometidos por familiares o desconocidos para abusar sexualmente o demostrar su poder a mujeres y niñas; y donde los suicidios femicidas tampoco tienen lugar.

Los roles de género impuestos nos vuelven dependientes emocional y económicamente. Estamos educadas para aceptar dicha violencia. En ello, vivenciamos desde nuestras relaciones más tempranas una progresión en su intensidad, siendo, la mayoría de las veces, la psicológica una de sus primeras manifestaciones. Este tipo de violencia consiste en hacernos sentir que no valemos nada, como expresan los resultados de la Tercera encuesta nacional de violencia intrafamiliar contra la mujer y delitos sexuales, al mirar las razones de la baja en las denuncias: “porque no fue algo serio y no lo consideré necesario” o “las cosas mejoraron”. Esta normalización gradual genera que seamos sustraídas de la protección de la ley, sintiéndonos en indefensión, y que los agresores se mantengan en la impunidad. A su vez, socialmente se nos desplaza la responsabilidad, siendo culpables y por tanto merecedoras de la agresión continua que extingue nuestro propio instinto de sobrevivencia.

Hasta ahora la institucionalidad no ha abordado la violencia hacia las mujeres como un tema de interés social y de vulneración de nuestros derechos, por el contrario, se ha mantenido como una agenda sectorial de interés “gremial” y que por lo mismo, permite que permanezca negada e invisible, tomando la apariencia de algo natural o incluso una manifestación del amor romántico y los celos: “quien te quiere te aporrea”. Sin embargo, la violencia hacia las mujeres no es algo excepcional ni sectorial. Frente a este escenario y a corto plazo, se hace indispensable abordarla desde una mirada integral y con visión de estado, según estándares de derechos humanos, que permitan garantizar la obligación de debida diligencia y por sobre todo asegurar mecanismos de coordinación intersectorial que resguarden la efectividad de las medidas de protección, por cuanto un número significativo de mujeres víctimas de femicidio -consumado y frustrado- y otras cuantas que se han suicidado contaban con medidas de protección al momento de la agresión.

Se requiere con urgencia una adecuación institucional, que apunte a la re-tipificación del concepto legal de femicidio- no limitando su perpetración a quien ha sido nuestro cónyuge o conviviente y comprenda en plenitud el odio hacia las mujeres- y adoptar medidas que aseguren contar con operadoras y operadores de justicia capacitados para esta tarea, que no reproduzcan estereotipos y asimetrías. Se requiere avanzar en mecanismos integrales de prevención en el ámbito educacional y estrategias de detección temprana en los servicios públicos, para dar respuesta concreta al imperativo de prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres que constituye una obligación internacional de derechos humanos.

Junto con dicho abordaje imperativo, para que como sociedad no sigamos siendo testigos del aumento de la violencia, desde la lucha feminista debemos avanzar en redes políticas que tensionen el rol del estado subsidiario en Chile- teniendo al Sernameg como uno de sus representantes- que ha sido insuficiente para prevenir, sancionar y erradicar la violencia y que en particular respecto a la violencia intrafamiliar tiene a las trabajadoras de los centros de la mujer y de las casas de acogida, en altos grados de agobio y precarización laboral. Lo meramente punitivo, siendo necesario, no ha disminuido la violencia que vivimos. El reconocimiento al continuo de violencia hacia nuestras vidas es de primer orden: en el trabajo y en los espacios educativos, en la casa y en la calle. No se trata de situaciones aisladas ni excepcionales. Esa es la base de entendimiento común que se amerita para que la violencia y la precariedad dejen de ser la regla general de nuestras vidas. Para todo ello nuestra organización es clave.