Por Camila Rojas.

sexismo en la educación 2015Desde pequeñas se nos forma como individuos que responden a las necesidades que exige el modelo imperante: un sistema capitalista de corte patriarcal, que imbrica dos sistemas que se unen en formas de inserción subordinadas de las mujeres, dan cuenta de ello, el trabajo doméstico no remunerado, la precarización laboral femenina, la invisibilización de las mujeres y la deshistorización de nuestras luchas. El nulo cuestionamiento existente en el aula respecto de los roles asignados según nuestro sexo van en directo refuerzo a dicho orden.

Educación para decidir


La violencia hacia las mujeres es producida y reproducida por diversas instituciones, en ese sentido el sistema escolar no escapa de dicha lógica. Durante la época escolar las mujeres somos subvaloradas de manera explícita e implícita en todos los espacios y quehaceres escolares tanto dentro como fuera de las aulas. ¿En qué momento se nos posibilita a decidir qué podemos y podremos hacer con nuestras vidas? El constante refuerzo de estereotipos asociados a las labores que serían “propiamente femeninas” sin duda tiene impacto sobre nuestro desarrollo cognitivo, social y de auto percepción.

Al ir definiendo nuestras ocupaciones, ciertamente responderemos de alguna forma a los estereotipos de género, e iremos enfrentándonos a la decisión de reproducir esos estereotipos o no y de continuar con la marcada división sexual del trabajo en la sociedad: mientras las mujeres nos orientamos mayormente por el cuidado y las labores de servicio y la creación, la ciencia y la tecnología vienen a constituirse como espacios con supremacía masculina. Y cómo podría ser diferente si desde niñas se nos orientó a dichas labores: se nos forzó a asumir un rol de observadoras de un mundo que había sido creado por otros y para otros, se nos forjó a ser objetos de sujetos predefinidos. Mientras las niñas esperamos sumisamente a un príncipe al que hacer feliz, el príncipe se movía, lideraba, y se aventuraba en juegos que estimulaban su imaginación.

Pero las actividades de cuidado y servicio no solo son elegidas mayormente por mujeres, además gozan de menor valoración social y económica. Ahora bien, la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo podría considerarse un avance, sin embargo, accedemos a empleos más precarios en comparación a los hombres e inclusive si logramos acceder a misma profesión, puesto o jerarquía, existirá disparidad en los sueldos entre nosotras y nuestros pares masculinos. Además aun teniendo reconocimiento en nuestro trabajo, no podemos escapar a nuestro rol naturalizado en el ámbito doméstico: contamos con doble jornada de trabajo, una oficialmente “laboral” y otra doméstica que no goza de remuneración pero, peor aún, no goza de reconocimiento. Incluso hay quienes señalan que vivimos una triple jornada, sumando además las tareas de la organización comunitaria.

Esta histórica naturalización de nuestro lugar en la sociedad, relegadas al ámbito privado del hogar, a las labores de cuidado y de reproducción de la vida, es nutrida por la institución escolar, que se encarga de reforzar todos los estereotipos asociados a las mujeres: mientras a unas se les pide ser “señoritas, suaves y cuidadosas”, a otros no se les culpa por ser “activos, agresivos y con voz de mando”. Es precisamente en el espacio educativo donde no podemos aceptar discriminaciones, menos aun si hoy parece impensable en nuestra sociedad discriminar por el aspecto físico, alguna discapacidad, el nivel socioeconómico.

Por lo tanto también debemos cuestionar la discriminación por género, puesto que cualquier tipo de segregación va contra lo que queremos debiera ser la sociedad y por ende la educación: diversidad, inclusión, democracia, valoración de las diferencias y respeto por las realidades de nuestro país. La educación pública no puede ser sexista: es necesario refrescar la mirada hacia las instituciones educativas y construir una nueva educación, que no reproduzca las inequidades ni discriminaciones producidas de manera arbitraria.

Hoy, como movimientos sociales, hemos avanzado en cuestionar lo que entendemos como público, y aquí las feministas tenemos mucho que decir. Hoy lo público es aquello que el mercado no considera rentable intervenir con sus lógicas costo/beneficio (o aun no lo considera), sin embargo debemos avanzar a una lógica positiva: lo público debe ser lo democrático, lo que se delibera de manera conjunta y no como suma de decisiones individuales. Lo público debe ser integrador, formador de seres humanos libres, respetuoso de la dignidad humana y al servicio de un proyecto de desarrollo que contribuya con la igualdad social.

Por lo anterior es que cuestionamos cómo se han llevado a cabo las “reformas” al sistema educativo, por ejemplo, la ley de inclusión que afecta los niveles básico y medio: no basta con entregar más recursos a las instituciones escolares, sin transformar las bases del modelo, el tipo de relación que entre ellas se imponen y la forma misma en que se concibe la educación ¿para qué queremos educar? ¿Qué es lo que queremos enseñar? ¿Cómo lo queremos enseñar? o siquiera cuestionar la existencia de liceos que seleccionan según sexo – en un abierta discusión sobre la selección este debate no tuvo cabida.

El sexismo presente en la educación chilena se manifiesta en todas las relaciones del proceso educativo, y actúa como una más de las manifestaciones que tiene la violencia contra las mujeres. Si bien estamos inmersos en un contexto sociocultural que tiene al machismo como uno de sus ejes, no podemos desaprovechar el espacio colectivo que se genera en el ámbito educativo. Una educación que no se preocupa de erradicar esas opresiones, sino que las genera y las reproduce, en la que estereotipos sobre lo masculino y femenino limitan las posibilidades de desarrollo de hombres, mujeres, e identidades diversas, es una educación disciplinante y opresora de las potencialidades de las generaciones futuras. La institución escolar y la educación en general deben constituirse como espacios de reflexión crítica que nos permitan en este caso auto-determinarnos y que por sobre todo posibiliten la desnaturalización del lenguaje que utilizamos, de nuestros hábitos y también de nuestras costumbres. El motor de la desnaturalización precisamente radica en la práctica educativa en su amplio sentido, por tanto nuestra apuesta y compromiso por una educación no sexista es motor de una nueva concepción de la vida misma, una donde podemos decidir.