Por Adriana Gómez Muñoz, periodista jubilada, feminista, laica.

Las vejeces emergen hoy desde una invisibilidad histórica, de pronto son el foco de políticas sociales y sanitarias ante la emergencia del COVID19. El gobierno busca protegerlas, en especial, a través de su confinamiento forzoso en los hogares. Pero no todes pueden guarecerse en condiciones óptimas, demasiado a menudo la pobreza, la soledad y el hacinamiento cruza la vida de la ancianidad. Dignidad ausente.

Esta breve reflexión, sin embargo, es sobre las mujeres viejas más allá del tema de la pandemia, pues su exclusión social ha recorrido siglos: “No hay peor discriminación que la que se experimenta al ser mujer, vieja y pobre”.

Feminización de la vejez

Entre los años 2000 y 2050 se duplicará en el mundo la proporción de los mayores de 60 años, que crecerá del 7% a más del 16% de la población total. Asimismo, las mujeres de 60 años y más, en casi todos los países superan hoy en número a los varones. Es lo que se conoce como feminización de la vejez.

Se estima que Chile para el año 2050 será el país más envejecido de la región latinoamericana y caribeña. Según la última encuesta Casen, el 16,7% de los habitantes del país (dos millones 885 mil 157 personas) superan los 60 años. De ellos, un 57% corresponde a mujeres y un 42,7% a hombres. O sea nuestra vejez es feminizada. La proyección del INE señala, asimismo, que para este año 2020 la esperanza de vida en promedio será de 79,7 años: 77,3 para los hombres y 82,1 años para las mujeres (aunque sin duda podría haber un cambio por efecto del COVID19).

¿Por qué decimos que las mujeres mayores enfrentan mayor discriminación y exclusión? En gran parte de las sociedades occidentales observamos un ensalzamiento exagerado de la juventud como modelo estético y como ideal de vida. La vejez, por el contrario, aparece como sinónimo de debilidad, pérdida de capacidades y obsolecencia. Todo lo cual conduce a la marginación y el aislamiento social de quienes “se van haciendo mayores”. En el caso de las mujeres, a lo ya mencionado se suma la discriminación que sufren por su condición de género. Más aún, si la mujer vieja es pobre, sufrirá una triple discriminación social, con deterioro de su calidad de vida y goce de derechos. Incluso, si concurren otras variables, la situación de menoscabo será incluso más marcada, cual es el caso de mujeres transgénero, lesbianas, mujeres con discapacidades, etc., que al llegar a la vejez ven aumentadas las discriminaciones ya experimentadas.


Nombremos, entonces, las desventajas:

  • Las mujeres mayores que viven en soledad, sea porque son viudas, separadas o no han tenido pareja, enfrentan a menudo más pobreza que los varones. La viudez es, en sí misma, una circunstancia más común en las mujeres que en los hombres, especialmente en las mayores de 70 o 75, puesto que por su longevidad es probable que sobrevivan a sus esposos, por lo cual llegan a vivir sus últimos años en soledad y con menos recursos para subsistir.
  • Para el acceso al trabajo, las mujeres mayores no tienen iguales oportunidades que los hombres si quieren seguir en la fuerza laboral activa. Enfrentan, además, una persistente brecha salarial de género: se ha comprobado que las adultas mayores que sí trabajan, ganan un 30,3% menos que los hombres de su edad por el mismo trabajo. Cabe recordar que las jefaturas de hogar femeninas han crecido en Chile en los últimos años, y muchas jefas de hogar son mayores de 60 años que sostienen solas a sus familias. Así, están dispuestas a trabajar en condiciones muy desventajosas, en forma precaria y desprotegida (comercio callejero, por ejemplo). Otras cuidan a nietos y nietas y realizan tareas domésticas varias, contribución rara vez reconocida, valorada y por supuesto no remunerada. En momentos de la pandemia, cuando se supone que por ser viejas muchas mujeres mayores deberían estar en confinamiento total, no pueden hacerlo: “Si no trabajo, no como”, “Cuido a mi madre, cuido a mi padre, cuido a mi esposo”… Y en ese “cuidar” se les va la vida. Por todo ello es frecuente que al llegar a la vejez no cuenten con una pensión que les ofrezca una mínima seguridad económica, salvo la pensión básica solidaria que es insuficiente para una subsistencia digna. Hoy como nunca se ha destapado la “crisis de los cuidados”, muestra descarnada de que las mujeres, a lo largo de sus vidas, se dedican a cuidar de otros, en detrimento de su salud, su tiempo, su descanso, cuando en realidad debería ser una labor sostenida por el Estado e incluida en las cuentas nacionales.
  • En cuanto a la salud, si bien es sabido que las mujeres viven más que los hombres, también enferman más y su calidad de vida es peor en la vejez. O sea viven más, pero viven peor. Sus morbilidades resultan de largos años de desatención a sus necesidades específicas de salud, mala nutrición, repetidos embarazos, partos y abortos, desgaste emocional y vivencia de violencias, etc. Es decir, su mayor longevidad va acompañada casi siempre por la enfermedad crónica y necesidad de asistencia. En relación a la salud, cabe notar que las mujeres en general, y las mujeres mayores en particular, son las principales usuarias del sistema público al que acceden con todas las dificultades propias de un sistema en crisis que no garantiza calidad ni oportunidad de atención.
  • Por otra parte, se ha venido identificando cada vez con mayor certeza que las personas viejas son objeto de violencia en el ámbito de las familias y comunidades. Las dimensiones que abarca el maltrato a personas mayores han sido conceptualizadas como tipologías: Maltrato o Abuso Físico, Maltrato o Abuso Psicológico, Maltrato o Abuso Financiero o Patrimonial, Abuso Social o Violación de los Derechos, Abuso Sexual y Negligencia o Abandono. Aunque afectan a mujeres y hombres, es probable que algunas de ellas tengan un mayor impacto sobre ellas, sobre sus vidas y sus derechos humanos fundamentales. De hecho, en los últimos años se ha observado con mayor frecuencia, por ejemplo, femicidios de mujeres mayores a manos de sus parejas.
  • Por último, pero no menos importante, las mujeres enfrentan otro gran escollo en su paso hacia la edad madura, uno de tipo ideológico y cultural. En un mundo donde el principal valor social de la mujer y su misma identidad han sido definidos en términos de su potencial reproductivo y de su atractivo sexual, hay enormes dificultades para aceptar el envejecimiento como proceso natural del ciclo vital puesto que la sociedad castiga a las mujeres con especial fuerza. Un estigma que recae sobre la vejez femenina y no así la masculina.

Para desafiar esta exclusión histórica que afecta a las mujeres viejas, es indispensable que los principios de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores, uno de los instrumentos más completos del sistema interamericano, sean conocidos, respetados y fomentados activamente. Es un deber del Estado difundirlo y hacerlo valer en toda su extensión.