
La decisión de la Corte de Apelaciones de Coyhaique de otorgar libertad condicional a Mauricio Ortega, agresor de Nabila Rifo, nos vuelve a interpelar como país. No solo por el horror de los hechos, sino por lo que esta resolución representa: la persistencia de un sistema judicial que no comprende la naturaleza de la violencia hacia las mujeres.
Ortega fue condenado en 2017 a 18 años de cárcel por lesiones gravísimas, violencia intrafamiliar y violación de morada. Tras cumplir apenas nueve años de encierro, fue liberado gracias a su “conducta intachable” dentro del penal. Gendarmería había emitido un informe desfavorable, pero ese documento —como tantas veces— no era vinculante. Bastó que un tribunal valorara su “buen comportamiento” para dejarlo en libertad.
Y aquí está el corazón del problema: ¿qué significa “buena conducta” en una cárcel de hombres?¿Acaso el no pelear con otros presos, el seguir órdenes, el cumplir rutinas carcelarias, demuestra arrepentimiento, conciencia del daño, reparación moral?
La cárcel es un espacio masculinizado, jerárquico, donde la sumisión se mide con otros parámetros. No se trata de “portarse bien con otros hombres”, sino de comprender el daño ejercido contra una mujer y el riesgo que su libertad implica para ella.
Los beneficios carcelarios fueron pensados para delitos comunes, donde cabe la idea de reinserción: robos, fraudes, delitos contra la propiedad. Pero cuando se trata de crímenes de poder, dominación y sometimiento, como los femicidios o las violaciones, esos criterios pierden sentido. Porque en estos delitos no hay solo una falta legal: hay una estructura machista que legitima la violencia y una cultura judicial que todavía la minimiza.
Para las mujeres sobrevivientes y las familias de las víctimas, los años de condena no son un número. Son el símbolo de una justicia esquiva, a veces la única reparación posible. Por eso, cuando se reducen penas o se otorgan libertades anticipadas, se erosiona ese delicado equilibrio entre justicia y dolor. A Ortega ya se le había rebajado la condena inicial de 26 a 18 años; ahora, su salida tras menos de una década agrava la sensación de impunidad.
No es un caso aislado. Hugo Bustamante, el asesino de Ámbar Cornejo, también fue beneficiado con libertad condicional antes de volver a matar. Eduardo Rodríguez Romero, violador reincidente, obtuvo el mismo beneficio antes de atacar nuevamente. ¿Cuántas veces más debemos comprobar que el sistema de “buena conducta” no puede aplicarse igual a los delitos de violencia machista?
En junio de 2024 se promulgó la Ley 21.675, que reconoce la violencia contra las mujeres como un problema estructural y obliga al Estado a actuar con perspectiva de género. Sin embargo, esta ley no basta si los tribunales siguen aplicando viejas lógicas neutras a crímenes profundamente desiguales.
Pedimos coherencia. Que las decisiones judiciales se alineen con el derecho de las mujeres a vivir libres de violencia, con la memoria de quienes no sobrevivieron y con la dignidad de quienes lo hicieron.
Mientras los agresores sean liberados por “portarse bien”, mientras los informes técnicos sean ignorados, mientras no haya evaluación real del riesgo ni justicia con perspectiva de género, las mujeres seguiremos expuestas y las víctimas seguirán revictimizadas.
La libertad de Mauricio Ortega no es un hecho más: es un síntoma de un sistema que aún protege más los derechos de los agresores que a las mujeres y las niñas. Por eso debemos insistir: la justicia sin enfoque de género no es justicia. Es impunidad con rostro de “buena conducta”.
Red Chilena contra la Violencia hacia las Mujeres.